El alfabeto matemático

Conocí a Flavio en un restaurante de La Haya en el que lo primero que pensé cuando me trajeron la factura fue que tal vez había roto algo sin darme cuenta y lo segundo que tantas cifras no podían ser el precio sino el número de teléfono del establecimiento. Debí pensarlo en voz alta, porque quien se presentaría como Flavio se dirigió a mí con esa media sonrisa de quien ha estado allí, en cualquier lugar, lejos, y ya vuelve por no tener nada mejor que hacer. 'No te quejes, me dijo, siempre podría ser peor. Si estuvieras acompañado la cosa te habría costado el doble y habrías disfrutado la mitad. Te invito a una copa en un bar que está a un par de manzanas'.

Como suele ocurrir, no caí en lo importante que sería Flavio para mí hasta que ya lo había perdido. De él sólo me quedó un retazo de inconexas reflexiones o sea, la historia de su vida:

— Empezó mi padre, sabes, Jaime. Me subió a lo alto del armario y dijo: 'tírate, yo te recojo'. El chichón me dolió durante dos semanas, pero eternamente me quedó la amargura de que me hubiera enseñado la vida así, dejando que me estampara sin siquiera inmutarse en el segundo de mis rebotes.

En la adolescencia conocí a una muchacha mayor que yo. Dijo que me lo enseñaría todo, no de la vida esta vez sino de su cuerpo. Fuimos a su casa. La visión de sus pechos casi me hizo desmayar. Pero cuando por debajo del satén de sus bragas vi asomarse erguido una excalibur de infarto, vomité sus últimos 'te querré siempre' y me fui, cómo no, con el rabo (el mío) entre las piernas, impotente sin remedio.

Me decidí por trabajar. Apenas al día siguiente de mandar mi curriculum me llamaron de la multinacional. Me entrevistó el mismísimo Director General. Dijo que quería que yo fuese su mano derecha. Tardé sólo seis meses en darme cuenta de que aquel tipo era zurdo, así que me despedí.

La permeabilidad de mi corazón me llevó a caer en otras manos. Ella sí que tenía un sexo complementario al mío, y un divorcio a las espaldas, pero me juró que le pesaba menos que una foto echada al fuego. Tuvimos un largo noviazgo para que ningún hallazgo nos sorprendiera en el futuro más que esa mala rima. Me susurró que me quería tal y como yo era, y nos casamos. En el coche alquilado para la luna de miel me demostró que lo que ella quería del tal y como yo era no incluía mi mal humor al volante. Esa misma noche me desaconsejó el gintonic. Aún ni habíamos regresado cuando ya me pidió un hijo. Entonces comprendí que, como todas, lo único que en verdad quería era un tal y como yo duplicado en carne maleable. Acabar aquella historia me llevó más tiempo y sólo cuando después de diez años de escrupulosa abstinencia sexual me dijo: 'es un milagro, por fin me he quedado embarazada' me largué sabiendo que lo que no pueden las esporas lo puede el del butano.

Viví en la calle algún tiempo. Me daban de comer las monjas. Al final me pareció que eso era chulear, así que decidí pedir en una esquina. Apenas había conseguido mi primer euro cuando vino otro mendigo con que la esquina era de su propiedad por usucapión, pero que por un 60% la compartiría los días que libraba.

Después pasaron los años y no quiero aburrirte, Jaime, con mis cosas, seguí los principales caminos que me alejaban de mí mismo con el tesón de un navegante portugués hasta que la vi llorando en otra esquina. Pasamos unas horas juntos gracias al dinero que había ganado haciendo de comparsa en la telebasura. Pero para quitarme ese olor a mierda de curso legal, antes de acostarnos me lavé a conciencia, pero no la conciencia. Así, con sólo siete créditos me convertí en Doctor Clítoris Causa. Resultó que su chulo no creía en el socialismo científico, así que recordando mis tiempos de hippie universitario me dije con desgana 'que paren el mundo, que yo me bajo'. Fue entonces cuando comprendí que me había convertido en un reaccionario, haciendo profesión pública del axioma de fe de los conformistas, porque un verdadero rebelde, un maldito de primera se habría tirado en marcha y sin disminuir la marcha.

En fin, que conn la buena fe que Dios me dio, me fui hasta un acantilado preguntándome no por qué siempre me habían engañado sino qué debería haber aprendido de todo esto. Pero como ni toda la maldad del mundo puede cambiar las cosas, me volví silbando despacito. Ahora no me acuerdo más que de mi padre. Y lo único que no le perdono es que me dejara caer desde el armario y no de la azotea.

Hizo una pausa como para coger fuerzas, aire y la copa que bebía y yo continué dejándome envolver por Flavio y por la elocuencia y los engaños de la noche, convencido de que en la sorprendente taxonomía humana hay personas que son como una sinfonía de Dvorak: te gustan en la primera audición, pero no te dejan huella alguna y nunca más eres capaz de tararear su cuerpo o recordar uno sólo de los compases de su piel. Pero otros, como Flavio, son una ópera de Puccini: nunca se te olvidan, no hay forma de sacártelos de la cabeza y le ponen ritmo a todo cuanto haces. Aunque poco importaba pues ya sabía entonces que todos enmudecerían en mis oídos algún día para que yo volviera al insoportable silencio de la nada que circunda al hombre y sus empresas.

Mientras Flavio bebía, con la lentitud de quien sabe que aunque salga el sol no amanecerá mañana empecé a hablarle de mí intentando atraerlo con palabras cargadas de sangre y de metralla:

— Flavio, yo sé que hay tipos que incluso son felices con cualquier nimiedad. Mi vecino, por ejemplo, tiene 34 años y un solo credo. Me dice que querría, sobre todas las cosas, que sus padres vivieran toda su vida. La de él. Pero no todo es sofisticación y egoísmo y a mí lo que de verdad me gusta en el mundo es limpiarle el buche a las perdices y luego invitar a lso amigos a degustar el arte más refinado y más efímero, que es la gastronomía. (Flavio se separó un instante del vaso y sonrió, así que me envalentoné y continué con mi tragicomedia). Y es que a estas alturas de la vida yo lo único que tengo se enmascara detras de mi irreductible insomnio, y no es más que el pánico asolador a no haber vivido un día lo bastante.

2ª parte

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