CASA CON JARDÍN
PATERA - TIERRA
- Teatro -
Ed. DosSoles
Madrid, 2007
ISBN 978-84-96606-25-8
Quizá los que nos dedicamos a la bendita tortura
que llamamos teatro no sabemos sustraernos a ese don que poseen algunos
elegidos: el de la provocación. Digo provocación, consciente
de lo fácilmente manipulable que es la dichosa palabra. Hablo de
la provocación que no se puede evitar, de la que es inseparable
del acto de crear o de pensar la vida, que debe ser algo parecido. También
podemos hablar de la lógica del escorpión o del síndrome
del vizconde de Valmont, según lo malintencionado que tenga uno
el día.
Lo cierto es que en su rareza o en su singularidad, desde los primeros
escritos de Jaime Alejandre que llegaron a mis manos, quedé atrapada
por el extraño brillo que emitían aquellas líneas
sin punto final. A mi manera aventuraba posibles interpretaciones, intuyendo
que tal vez lo que al principio me había parecido brillo podía
ser en realidad una inquietante luz de cruce, antes de llegar al Farolito
de Parián.
Movida por una cierta curiosidad malsana, esa que nos lleva a escudriñar
al artista para ver de dónde brota su magia, rebuscaba en sus poemas
apurando significados e inventando adivinanzas, ajena al peligro que se
acercaba. Nada hacía presagiar entonces que hubiera contraído
el virus. Hete aquí que a medida que yo indagaba en los porqués
últimos de algunos de sus poemas, Jaime Alejandre derrotaba peligrosamente
por los vericuetos del teatro. Resumiendo, cuando creía que me
aproximaba a la resolución del primer enigma, me explotaba en las
manos el segundo.
Una vez que se confirmó la enfermedad, no era cosa de escurrir
el bulto, pero aún así sentía un extraño ataque
de pánico. Sí, allí estaba depositada entre mis manos
una obra de teatro. ¿Qué podía decir? ¿Acaso
no era consciente Jaime de que le había entregado su obra “al
enemigo”? No había terminado la acotación inicial
y ya estaba al borde de la muerte súbita: “Entrarán
vehículos, pateras, manifestaciones..., cárceles, un campo
de golf, farolas, socavones..., una boca de metro...”. Por
si se trataba de una metáfora, me puse a hojear, sin mucho detenimiento,
el posible “dramatis”: nada del otro jueves, unos ochenta
y siete, sin contar la figuración. Calculé que con unos
cien quedaría una producción bastante aceptable. Y aunque
hice todo lo que pude para concentrarme en aquella primera lectura, me
daban sofocos a medida que avanzaba. No podía quitarme de la cabeza
un run run machacón que me mortificaba: “esto no
se puede montar, esto no se puede montar”. Y si conseguía
serenarme en algún momento, al instante me asaltaba un nuevo ataque
de cólera: ¿Pero por qué no ha escrito una obra más
sencillita? ¡Esto es una provocación!
Y entonces me detuve en seco, medité sobre mi pecado de precipitación
y empecé de nuevo. Esta vez fui más humilde. Traté
de encontrar, desde mi verdad, la verdad del otro. Así quedaron
esbozadas estas líneas que hoy le hacen un guiño a la luz.
Siempre que veo una función de teatro o una película, tardo
un poco en reaccionar. Sé lo que me ha parecido pero no acierto
con las palabras justas para poner en orden el caos de sensaciones que
bullen en mi cabeza y que a empujones, y sin pedir paso, se agolpan por
salir. Luego me sereno, macero un poco las ideas y de pronto surge la
primera palabra, la que se ajusta, casi sin darme cuenta, a lo que de
verdad me ha gustado. O no. Así surgió la palabra “herida”.
Tampoco es que me quedara calva con el descubrimiento, pero de pronto
empezaba a entender algo. El enigma ya no era tal. Siempre había
estado allí, esperando que mi mente volandera se dejara de tantas
zarandajas y me enfrentara a lo evidente. Ya lo dijo el poeta, “...levantarme
de mi propia sangre y de mi propia herida y caminar...” Es
pasmoso comprobar que el principio de coherencia existe.
Quizá por eso, por coherencia, no podía ser de otra manera:
a esta cantata que es Patera-Tierra estábamos todos convocados.
Difícil empeño que venía a subir un poco más
el listón. Pero lo verdaderamente importante era el tono. ¿Cuál
sería la nota dominante? Pronto descubrimos que no es posible entonar
la melodía, porque alguien ha debido secuestrar las partituras.
Eso creemos al principio, pobres ingenuos. En realidad, la tragedia es
de mayor calado. Se nos han olvidado las notas. No todas, pero las suficientes
como para no poder reconstruir la escala completa. La imposibilidad de
restaurar la armonía del Universo. Y así llegamos al principio
de ironía: ¿no era esto una polifonía dramática?
A falta de notas, nuestras voces no serán más que aullidos,
gritos o muecas grotescas.
Quizá el arma más peligrosa que esgrimen los escritores
acusados de pesimistas sea precisamente su insobornable sentido del humor.
Sí, ya sé que es muy fácil confundirlo con la mala
leche, pero es nuevamente pasmoso comprobar cómo aquí ese
guiño cruel se funde a la perfección con el lenguaje, rotundo,
demoledor, para prestarle la voz a sus personajes, deliberadamente convertidos
en arquetipos: el ejecutivo, la donante de óvulos, el rico, el
policía, el soldado, el diplomático, el empresario, el político,
el preso, la puta, la novicia, o el contratador, hombres y mujeres anónimos
que, como bien dice el padre de las criaturitas, “nacieron con
la carne sembrada microscópicamente por las huevas de los mismos
gusanos que los devorarán un día”.
Y así fui desgranando cada palabra, cada escena, perfectamente
medidas y encadenadas, en estructura falsamente anárquica, y en
las se pasa a cuchillo a la humanidad entera, como si un Dios-Pirata,
hubiera decidido ajustar cuentas, haciéndonos saltar por la borda
de su barco-patera o de nuestra patera-tierra.
Este Universo agotado se engulle a sí mismo o, en palabras más
técnicas, como dice el Doctor Alejandre, “el mundo padece
una esclerosis lateral amiotrófica”. Las imágenes
son ilimitadas, estimulantes, atrevidas. No es fácil esquematizar
tampoco ese universo coherente, circular y no menos osado que habita en
el propio autor. Sí, voluntad de ir más allá, ¿de
provocar? Prefiero llamarlo riesgo.
Quizá llegará el día en que un joven director, o
no, o no tan joven, quiero decir, se deje llevar por la imaginación
y ponga su corazón herido al servicio de estos personajes, que
siguen deambulando por culpa del tropezón absurdo de un Dios
beodo...
Rosario Calleja
Productora Teatral